Diez años más tarde
7 de octubre de 2011Publicidad
No había transcurrido tan siquiera un mes desde los atentados del 11 de septiembre. Estados Unidos exigía a Afganistán la entrega inmediata de Osama Bin Laden. Y porque a ojos de los norteamericanos el país asiático no se mostraba todo lo colaborador que debiera, el entonces presidente estadounidense, George W. Bush, comparecía el 7 de octubre de 2001 ante la prensa reunida en la Casa Blanca para dar a conocer que Washington había empezado a “atacar campos de entrenamiento de Al Qaeda e instalaciones militares del régimen talibán”.
En la mira estaban sólo algunos puntos cuidadosamente elegidos, aseguró entonces Bush. Al fin y al cabo, Estados Unidos se sentía “amigo del pueblo afgano” y de los musulmanes de todo el mundo. La intervención se inició sin un concepto político a largo plazo. El plan era la victoria rápida. 5.000 efectivos estacionados en Kabul componían la ISAF, la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad, en sus inicios. Más allá de la capital se encargaban comandos especiales de la “Operación Enduring Freedom”.
Diez años más tarde, la Fuerza y la Operación se han fusionado. En la guerra participan entretanto 130.000 soldados de 48 naciones. Y una década aleja a este conflicto del calificativo de corto.
La libertad no llega
La intervención le ha traído a Afganistán una Constitución, un Gobierno, unas fuerzas armadas y unas instituciones financiadas desde el exterior y nuevas calles, escuelas y hospitales construidos con dinero foráneo. Kabul vive un boom inmobiliario. Y millones de desplazados por la guerra civil que siguió a la invasión soviética han podido regresar a su país. Sin embargo, la seguridad, la libertad y la paz prometidas están aún hoy lejos de alcanzarse.
Por primera vez en la historia, el pueblo afgano apoyó en 2001 la presencia militar extranjera en su territorio, cuenta Thomas Ruttig, codirector de la Afghan Analyst Network. “Eso era algo sorprendente, como sorprendente es el cambio de opinión que en estos años se ha producido”, comenta Ruttig, que ha participado en misiones de la ONU y la Unión Europea en Afganistán y es uno de los pocos expertos en la región que dominan tanto el dari como el pastún, los dos idiomas oficiales del país.
Con frecuencia se acuerda Ruttig de una conversación que mantuvo en Kabul con un hombre que realizaba tareas de limpieza para las Naciones Unidas: “me contó que en realidad había estudiado meteorología y me dijo ‘el día que caigan los talibanes, me afeitaré la barba, guardaré el pelo en una bolsa y la colgaré en algún lugar a modo de advertencia’. Ese hombre todavía sigue llevando barba”.
“La intervención ha fracasado”
Afganistán continúa atrayendo como un imán a yihadistas de todo el mundo. En amplias zonas del país reina una guerra asimétrica de frentes poco claros que se cobra cada vez más vidas entre la población civil. En los últimos diez años no se ha logrado llevar a cabo ni un desarme consecuente ni un verdadero proceso de reconciliación entre los diferentes clanes que se enfrentan entre sí. El país está hoy fuertemente militarizado: muchos de sus órganos sirven preferentemente a la lucha contra la resistencia talibán, lamenta Ruttig. De la situación se benefician principalmente dos grupos: el que se extiende en torno al presidente Hamid Karsai y la Alianza del Norte, implicados ambos en no pocos casos de corrupción o tráfico de drogas.
“Los afganos han perdido la confianza en el sistema político”, dice Citha Maaß, experta en Asia del Sur de la Fundación Ciencia y Política de Berlín. Con la aquiescencia de la comunidad internacional, Karsai ha sacado adelante una ley electoral que no le concede papel alguno a los partidos políticos, por lo que “los ciudadanos no pueden articularse políticamente”, indica Maaß, y concluye: “el resultado es que los antiguos señores de la guerra siguen ejerciendo su poder. En mi opinión, la intervención ha sido un fracaso”.
En la mira estaban sólo algunos puntos cuidadosamente elegidos, aseguró entonces Bush. Al fin y al cabo, Estados Unidos se sentía “amigo del pueblo afgano” y de los musulmanes de todo el mundo. La intervención se inició sin un concepto político a largo plazo. El plan era la victoria rápida. 5.000 efectivos estacionados en Kabul componían la ISAF, la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad, en sus inicios. Más allá de la capital se encargaban comandos especiales de la “Operación Enduring Freedom”.
Diez años más tarde, la Fuerza y la Operación se han fusionado. En la guerra participan entretanto 130.000 soldados de 48 naciones. Y una década aleja a este conflicto del calificativo de corto.
La libertad no llega
La intervención le ha traído a Afganistán una Constitución, un Gobierno, unas fuerzas armadas y unas instituciones financiadas desde el exterior y nuevas calles, escuelas y hospitales construidos con dinero foráneo. Kabul vive un boom inmobiliario. Y millones de desplazados por la guerra civil que siguió a la invasión soviética han podido regresar a su país. Sin embargo, la seguridad, la libertad y la paz prometidas están aún hoy lejos de alcanzarse.
Por primera vez en la historia, el pueblo afgano apoyó en 2001 la presencia militar extranjera en su territorio, cuenta Thomas Ruttig, codirector de la Afghan Analyst Network. “Eso era algo sorprendente, como sorprendente es el cambio de opinión que en estos años se ha producido”, comenta Ruttig, que ha participado en misiones de la ONU y la Unión Europea en Afganistán y es uno de los pocos expertos en la región que dominan tanto el dari como el pastún, los dos idiomas oficiales del país.
Con frecuencia se acuerda Ruttig de una conversación que mantuvo en Kabul con un hombre que realizaba tareas de limpieza para las Naciones Unidas: “me contó que en realidad había estudiado meteorología y me dijo ‘el día que caigan los talibanes, me afeitaré la barba, guardaré el pelo en una bolsa y la colgaré en algún lugar a modo de advertencia’. Ese hombre todavía sigue llevando barba”.
“La intervención ha fracasado”
Afganistán continúa atrayendo como un imán a yihadistas de todo el mundo. En amplias zonas del país reina una guerra asimétrica de frentes poco claros que se cobra cada vez más vidas entre la población civil. En los últimos diez años no se ha logrado llevar a cabo ni un desarme consecuente ni un verdadero proceso de reconciliación entre los diferentes clanes que se enfrentan entre sí. El país está hoy fuertemente militarizado: muchos de sus órganos sirven preferentemente a la lucha contra la resistencia talibán, lamenta Ruttig. De la situación se benefician principalmente dos grupos: el que se extiende en torno al presidente Hamid Karsai y la Alianza del Norte, implicados ambos en no pocos casos de corrupción o tráfico de drogas.
“Los afganos han perdido la confianza en el sistema político”, dice Citha Maaß, experta en Asia del Sur de la Fundación Ciencia y Política de Berlín. Con la aquiescencia de la comunidad internacional, Karsai ha sacado adelante una ley electoral que no le concede papel alguno a los partidos políticos, por lo que “los ciudadanos no pueden articularse políticamente”, indica Maaß, y concluye: “el resultado es que los antiguos señores de la guerra siguen ejerciendo su poder. En mi opinión, la intervención ha sido un fracaso”.
Afganistán ha perdido relevancia
Hoy por hoy, continúa Maaß, Occidente y sobre todo Estados Unidos son rehenes de Karsai y de los príncipes locales. El deseo manifiesto de abandonar el país cuanto antes hace que se reduzca al mínimo la capacidad de ejercer presión sobre Kabul para que, por ejemplo, combata la corrupción y el narcotráfico, cree la experta. A fin de cuentas, “es al Gobierno afgano con sus corruptas estructuras a quien queremos entregarle el poder político y la responsabilidad de garantizar la seguridad”.
Diez años más tarde, Osama bin Laden está muerto. Pakistán, Yemen y Somalia ocupan el primer plano en la lucha contra el terrorismo. A nivel global, Afganistán ha perdido relevancia. Las deudas consumen a los aliados internacionales, que quieren ver retiradas sus tropas de la zona a más tardar en 2014. Y por si esto no fuera suficiente, EEUU, Alemania y Francia se enfrentan próximamente a procesos electorales, en medio de una opinión pública cada vez más crítica con la aventura afgana.
“En Afganistán hemos aprendido”, constata Ruttig, “que carecemos de los medios adecuados para solucionar sin más grandes conflictos regionales: no lo consiguió la ONU, no lo consiguió la OTAN, y de otro organismo que pueda conseguirlo no disponemos”.
Autora: Sandra Petersmann/ Luna Bolívar
Editora: Emilia Rojas Sasse
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