Por más diferentes que sean las opiniones acerca de las elecciones estadounidenses, hay ciertas palabras que siempre están en los comentarios de los analistas: "sin precedentes", "singular", "escandaloso". Y tienen razón. Las últimas elecciones norteamericanas se distinguen en muchos aspectos de otras. Y probablemente van a cambiar sustancialmente a los Estados Unidos, y al mundo.
Pues, al final, ha salido victorioso un hombre que no tiene ninguna experiencia en la política, un populista, un narcisista. Alguien que hace caso omiso de los hechos cuando contradicen sus ideas. Alguien para quien no hay frontera entre los intereses privados y los públicos. Alguien que socava los fundamentos de un, hasta ahora, válido orden mundial, sus instituciones y sus acuerdos. ¿Qué pasaría si Estados Unidos ya no estuviera incondicionalmente detrás de sus socios de la OTAN, si buscase la cercanía del presidente ruso, Vladímir Putin? ¿Qué pasaría si tirase por la borda los acuerdos de libre comercio? ¿Qué pasaría si faltase Estados Unidos como un poder mundial que vela por su orden?
¿Se retira Estados Unidos de la política exterior?
Por lo pronto, nadie tiene respuestas. La inseguridad cunde. Tanto entre los estadounidenses como en el resto del mundo. ¿Es un mal presagio que en la tregua proclamada en Siria no juegue ningún papel Estados Unidos? ¿Y que el gobierno israelí no quiera saber nada de una solución de los dos Estados y que ignore las preocupaciones de Washington? ¿Cómo se vería un mundo en el que el voto de Estados Unidos ya no cuenta?
Desde ya hay políticos alemanes que anuncian el fin de Occidente. Otros siguen usando sus lemas de siempre, fieles a la amistad trasatlántica, como si nada hubiese pasado.
Occidente puede, sin duda, soportar que tontorrones operen las palancas del poder, como se ve en algunos Estados de Europa del Este. Simplistas despiadados han venido y se han ido, como un resfrío que, de vez en vez, pone a prueba el sistema inmunológico del organismo.
No obstante, lo que haría cimbrear los cimientos de Occidente sería un retiro de Estados Unidos de sus obligaciones globales. Pero nadie sabe todavía si eso pasará. Ni siquiera Donald Trump.
¿Qué esperanza nos queda? Cuando George Bush llegó a presidente, lo que quería, en realidad, era lograr reformas internas. Luego, con el atento del 11-S., Bush se vio obligado a concentrarse en el combate al terrorismo. También Barack Obama llegó con su propia agenda a la Casa Blanca. De ella, a final de cuentas, sólo quedó el "Obamacare". A Obama le tocó, a partir de 2009, dedicarse al salvataje de la economía norteamericana. Ambos ejemplos muestran que la silla presidencial da forma al presidente. ¿Al revés? Menos.
El mandato hace al presidente
Así, Donald Trump puede haberles ofrecido a sus seguidores lo que fuera: bastaría una crisis profunda para que sus promesas electorales fuesen las últimas de la fila. Con todo, ¿es que el mundo se ha vuelto tan loco como para esperar que haya crisis para que reine el sentido común?
El lema de Trump es "América primero". Hasta ahora sólo vaguedades ha dado de sí al querer definir lo que le interesa, más allá, probablemente, de sus propios intereses. Aquí habría una oportunidad. Pues es muy posible que, a corto plazo, la industria norteamericana saque provecho de una política económica de aislamiento; seguro que habrá puestos de trabajo que protegerían. A largo plazo, sin embargo, sería desastroso. Todo país que no entre a la competencia internacional empobrecerá más tarde o más temprano. El aislamiento del bloque del Este es un buen ejemplo. En otras palabras: del orden mundial marcado por Estados Unidos quien más ha sacado provecho ha sido el propio país norteamericano.
Lo que vale para la economía, vale para la política. Puede que hasta el momento, Trump no haya querido verlo. No obstante, no sería el primer presidente estadounidense a quien el peso de la realidad y los hechos los hagan tocar el suelo de la realidad.