La extrema derecha avanza en Europa
Europa se va inclinando hacia la derecha. No cabe duda. Entretanto, 7 países de la Unión Europea son gobernados por conservadores. Tres años atrás eran sólo 3. Por ese entonces se especulaba que el viejo continente estaba a las puertas de una década socialdemócrata. De eso, ya ni hablar. Pero lo ocurrido corresponde a los vaivenes de la política y no tiene nada de particular.
Lo notable, y peligroso, es algo muy diferente: en 4 países europeos, la ultraderecha se ha convertido en un elemento político clave en la correlación de fuerzas.
En Austria, el partido de Jörg Haider (FPÖ) forma parte del gobierno; en Dinamarca, el Partido Popular Danés permite la gestión del gobierno conservador minoritario, al no votar en su contra en el parlamento; en Portugal, hay un ultraderechista en el gabinete; en Holanda y Bélgica la ultraderecha avanza; en Italia resuenan las voces de Umberto Bossi, de la separatista Liga Norte, y Gianfranco Fini, de la postfacista Alianza Nacional; y en Francia, finalmente, el shock de la primera vuelta de las elecciones presidenciales aún no se disipa, pese a que se formara luego una amplia coalición contra el líder del Frente Nacional, Jean Marie Le Pen.
El atractivo de la demagogia
Los fines y estrategias de Le Pen difieren escasamente de los de Haider, Bossi, Blocher y demás dirigentes ultraderechistas europeos. El líder del Frente Nacional galo azuza resentimientos recurriendo a una fórmula tan simple como simplista. Consiste en achacar la culpa de todo, en primer lugar, a "los de arriba", es decir, a los partidos y al establishment, que privan de oportunidades reales al hombre común; en segundo término, a los extranjeros, inmigrantes y refugiados, que –según este discurso- arrebatan puestos de trabajo a los franceses y acrecientan la inseguridad en las ciudades; y, en tercer lugar, al resto del mundo, es decir, a Estados Unidos, Europa, Bruselas. Con ese ramillete de juicios y prejuicios, los populistas de ultraderecha conquistan electores.
Sus consignas son populares. La globalización y la progresiva integración europea agobian a los ciudadanos que temen perder sus características nacionales.
La presión de la competencia internacional genera desempleo, y muchos se sienten como los perdedores en este proceso de liberalización comercial.
La convivencia multicultural, por su parte, se traduce en muchos suburbios en tensiones sociales o violencia. La gente se siente, sobre todo, insegura. Y es entonces presa fácil de los demagogos ultraderechistas, que prometen retablecer el orden y la seguridad.
Las sociedades europeas se encuentran hoy en una encrucijada. Deben decidir cuán enérgicamente están dispuestas a defender la libertad y la tolerancia, frente a la amenaza ultraderechista, la del terrorismo fundamentalista y de la intolerancia religiosa.