Joschka y el señor Fischer
20 de mayo de 2011
El hábito sí hace al monje y el ex ministro alemán de Exteriores, Joschka Fischer es un buen ejemplo. Una película sobre `Joschka´ -por mucho tiempo el político más querido de los alemanes pero cuyos aires de superioridad al final pocos soportaban- pudo haber salido muy mal. Pero salió bien, gracias a Pepe Danquart, su director, y a su habilidad para el rodaje corto y el documental. Antes de hacer éste, que sale ahora a las salas germanas, Daquart se quebró la cabeza largo tiempo, ¿cómo hacer un retrato que al parecer ya lo ha dicho todo y a quien todos creen conocer?
Enfrentado a sí mismo
Danquart lleva a Joschka Fischer a un viejo y gran salón, una mezcla de hangar industrial y salón de museo. Varios telones muestran cortos desconocidos: Fischer ve imágenes de su ciudad natal Langenburg, en Baden Württemberg. Se ve al sacerdote de su pueblo, se reconoce en el monaguillo. “Mis padres siempre votaron por la democracia cristiana; eso era lo que yo conocía y así pensaba políticamente”, cuenta Fischer cuyos padres eran alemanes de Hungría. “No sé si alguna vez mi madre votó por mí”, añade.
La provincia le quedó chica y el joven Fisher abandona el colegio antes de terminar el bachillerato; empieza una formación como fotógrafo que no culmina. En 1968 llega a Fráncfort del Meno, en cuyas calles empezó su carrera política: manifestando contra la guerra de Vietnam.
El director Danquart se detiene en esos momentos. En aquéllos, por ejemplo, donde Fischer habla sobre Jimi Hendrix y de su interpretación del himno de Estados Unidos que suena como un ataque aéreo sobre Vietnam. “Puse a Joschka Fischer en ese espacio porque algo así provoca emociones diferentes”, explica Danquart.
“Vio de pronto esas imágenes que lo conmueven, que conmovieron a nuestra generación. La guerra del Vietnam, la cultura pop, Beatles, Bob Dylan, Rock´n Roll, incluso el Punk. Todo eso formó su pensamiento político y marcó su biografía personal”, dice el director.
Vietnam y las manifestaciones contra la guerra aguzaron la conciencia política de Fischer. Si siempre había pensado en los estadounidenses como “los buenos”, su opinión al respecto cambió. Las reacciones de la población alemana a las protestas callejeras hicieron el resto: “deberían meterlos en un campo de concentración” y “deberían meterlos a todos en una cámara de gas”, escucharon en ese entonces los manifestantes.
De taxista a realista
El político ahora retirado sonríe, comenta y suelta anécdotas para cada imagen. Pero, sobre todo, analiza el porqué de que las cosas fueran como eran: a veces con ironía, a veces meditabundo, siempre revelador. Así comenta también su tiempo de taxista, en Fráncfort del Meno y alrededores, que para él “fue una buena posibilidad de recorrer, por la noche, la región y de pensar en muchas cosas sin tener que reaccionar a nada”. Fischer trató con borrachos, con la Policía, con enfermeras en la entrada de emergencias de los hospitales, con todo “lo que marca la existencia humana”; fue la época que, así el ex ministro, lo convirtió en un realista.
En 1983 fue Daniel Cohn-Bendit quien lo convenció de que se afiliara a los Verdes. “Si queremos lograr algo políticamente, tenemos que enfrentarnos a la perspectiva del poder. Eso fueron los Verdes”, se escucha decir a Cohn-Bendit. En un primer momento, Fischer se negó; en el mismo año es elegido por los Verdes para el Bundestag, el Parlamento alemán. En el trabajo parlamentario se siente en casa; la decepción es grande cuando dos años después tiene que dejar su escaño.
Ministro en zapatos deportivos
El siguiente trabajo lo espera: el de ministro de Medio Ambiente en el Estado federado de Hesse, en 1985; el primer ministro estatal verde de la historia. A prestar juramento acude con zapatos deportivos y esas imágenes se vuelven un objeto de culto. Fischer explica ahora que no fue su decisión sino la del partido: se trataba de que impusiera un símbolo del comienzo de una nueva época.
Tras la puerta de su despacho se siente mal. “Todo lo hice mal. No sabía cómo reaccionar, no tenía idea de los contenidos y menos de la administración. No conocía la política regional. Y el partido estaba, mayoritariamente, en mi contra. La empresa Hoechst quería abandonar Hesse por mi culpa. Luego vino Chernóbil. Estaba en las últimas”, cuenta Fischer. Fue el período más difícil de su carrera, pero el que más le enseñó. Ahora sabía Fischer cómo se hacía política en la vida cotidiana.
Son momentos memorables de la película: Fischer habla sin ambages de sus debilidades y muestra con cuánta inocencia los miembros del partido le exigían que tomara decisiones que, legalmente, no podía tomar. Con pasión se entrega al trabajo, pero no aguanta los actos simbólicos. Siente vergüenza cuando sus correligionarios, armados de ramas de pino, quieren despertar la conciencia ecologista de Helmut Kohl cuando es nombrado canciller. También cuando “tiene que participar” en una manifestación llevando un árbol.
Un país se vuelve adulto
Cuando en 1998 Fischer conforma con el socialdemócrata Gerhard Schröder el primer gobierno roji-verde, se siente ante la decisión más grave de su vida: a la guerra de Yugoslavia, sinónimo de genocidio, hay que ponerle fin con ataques militares de la OTAN, así lo veía Joschka. Mientras Schröder y los otros posan radiantes para la foto de los ganadores, la cara de Fischer está descompuesta. “Estaba viendo venir la decisión sobre esa guerra. No sabía todavía cómo iba a reaccionar mi partido. Estaba cargado de preocupaciones y mi cabeza estaba repleta de todo lo que se nos venía encima, no de ¡bravo, ganamos!”, cuenta el ex ministro.
Más que acerca de Joscha Fischer, “Joschka y el señor Fischer” es una película acerca de la generación del 1968, de aquella que sacó su furia a la calle, que luego la canalizó y la convirtió en la formulación de ideales sociales que aportaron lo suyo a que Alemania se volviera adulta.
Autor: Bernd Sobolla/Mirra Banchón
Editor: Enrique López