Pogromos antijudíos de 1938: el silencio de los alemanes
8 de noviembre de 2018Mi padre era la encarnación de una enciclopedia de la historia local. Y tenía una forma de narrar que cautivaba la atención. Lo que sé de mi origen y mi patria lo aprendí de él.
Varia veces me contó también cómo había vivido ese 10 de noviembre de 1938. En la pequeña ciudad del sudoeste de Alemania donde yo crecí, los pogromos contra los judíos no tuvieron lugar en la noche del 9 de noviembre, sino al día siguiente. Mi padre estaba en ese entonces en el primer año de escuela y, al terminar las clases, los niños recibieron de su profesor la recomendación de no pasar por la sinagoga y las casas de judíos en el camino de regreso a casa. En esos lugares podía haber peligro.
Naturalmente, mi padre y sus amigos –en una actitud típica de niños de 6 o 7 años- tomaron el bienintencionado consejo de su maestro como un acicate para ir a ver qué podía ser tan peligroso, a plena luz del día, en un pueblo de provincia. Se toparon con una sinagoga en llamas, que no fueron apagadas por los bomberos, con vidrieras rotas y negocios judíos destrozados. Y fueron testigos presenciales de cómo todo el mobiliario de una familia judía fue lanzado por la ventana de la vivienda hacia la calle.
¿Qué pensaban mis abuelos?
Lo que ocurrió entonces en esa pequeña ciudad, con apenas unos 30 habitantes judíos, está entretanto bien documentado y se puede leer. Lo que, sin embargo, me gustaría preguntarle a mi padre es: ¿cómo reaccionaron mis abuelos al relato de su hijo mayor sobre lo que había pasado a plena luz del día, en el centro de la ciudad? ¿Trataron de explicarle lo que desde la perspectiva actual resulta inexplicable? ¿Qué comentaron acerca de que, a menos de 300 metros de nuestra casa, hubieran derribado la puerta de una vivienda, en la que solo había mujeres y niños, y hecho añicos todos sus muebles? Los hombres judíos ya habían sido detenidos a primera hora de la mañana de ese 10 de noviembre y enviados en un tren especial al campo de concentración de Dachau.
Si soy sincero conmigo mismo, debo reconocer que en realidad no quiero saberlo. Tampoco es necesario plantear las preguntas, porque en principio conozco las respuestas. Sé con certeza que mis abuelos no eran nazis convencidos. Pero miraron hacia otro lado y callaron, como millones de alemanes. Los padres de cuatro hijos pequeños rara vez tienen madera de héroes o mártires. Que existía el campo de concentración de Dachau y lo que ocurría en ese lugar, lo sabían desde que el alcalde y varios concejales socialdemócratas pasaron semanas recluidos allí en 1933. Además, se trataba de judíos. ¿Qué teníamos que ver con ellos nosotros, que éramos católicos? ¿Había que arriesgarse?
La sistemática marginación de los judíos y el despojamiento de sus derechos no comenzaron en noviembre de 1938. Ya pocas semanas después de que Hitler llegara al poder, pintaron "No compre en tiendas judías” en las vidrieras de sus locales comerciales. Funcionarios judíos fueron despedidos y se les prohibió ejercer su profesión a los que eran médicos, abogados y periodistas. Se dictaron las leyes raciales de Núremberg, hubo expropiaciones y muchas cosas más. Pero el 9 y el 10 de noviembre de 1938 se pasó al terrorismo desembozado, ante los ojos de toda la población. Y también mi familia miró en silencio. Eso me inquieta y avergüenza. Incluso 80 años más tarde.
(ER/CP)
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