Venezuela: No hay retorno para los desertores
23 de agosto de 2018Si abandonar el terruño no es fácil ni siquiera cuando las necesidades materiales fundamentales del que emigra están cubiertas en el país de acogida, esa decisión es aún más difícil para quienes parten con lo esencial en la mochila y sin tener asegurada la subsistencia a mediano plazo, como miles y miles de venezolanos que desde hace meses escapan a pie de una crisis humanitaria buscando refugio en Brasil y Colombia.
“¿Por qué no regresa a Venezuela?”, se les suele preguntar a los que ya han agotado todos sus recursos en uno u otro destino. “Porque en Venezuela no hay qué comer”, contestan algunos. “Porque tengo que ayudar a mi familia enviándole dinero desde acá”, responden otros. “Porque en Venezuela me esperan diez años de cárcel, si decido retornar”, asegura Jackssel Mujica, exmiembro de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB).
“Yo ya no podía seguir obedeciendo las órdenes que se me daban”, comenta el joven de 28 años, aludiendo a la misión que se le asigna a la Policía militar de dispersar, con gases lacrimógenos o con violencia física, las manifestaciones antigubernamentales que sacuden intermitentemente a la nación caribeña. “Entre los que protestaban había familiares y amigos míos, y si ellos se quejaban era porque tenían hambre”, señala Mujica.
La incertidumbre es lo único seguro
Como otros funcionarios públicos que huyen de Venezuela debido a las calamidades que la azotan, el exagente de la Guardia Nacional Bolivariana está entre la espada y la pared: no puede regresar a su país sin ser castigado severamente bajo el cargo de deserción, pero tampoco sabe si conseguirá un empleo a corto plazo en Ipiales, la ciudad colombiana ubicada en la frontera con Ecuador donde Mujica vive desde hace seis meses.
Allí mendiga a diario, portando un letrero donde explica el aprieto en que se encuentra. Junto a su primo Yiron y a otros compatriotas en las mismas circunstancias, Mujica logra sobrevivir; cada uno de ellos debe reunir el equivalente en pesos colombianos a entre cinco y seis dólares para pagar el alojamiento que comparten y la comida que consumen. Además, todos deben ayudar económicamente a sus familias.
Mujica envía 10.000 pesos colombianos a Venezuela casi todos los días. Ese monto, equivalente a tres dólares estadounidenses, no le alcanza para alimentarse en Colombia, pero es suficiente para llenar el estómago de toda una familia al otro lado de la frontera. No todos sus paisanos aspiran a quedarse en Ipiales; en los últimos meses, hasta cuatro mil venezolanos han atravesado esa ciudad cada día encaminados hacia el sur.
Tolerados, no bienvenidos
La mayoría de ellos se dirige a Perú y Chile. Sin embargo, desde que Ecuador restringió el acceso a su territorio, muchos se han visto obligados a permanecer en Colombia. Muchos de ellos carecen de pasaporte; eso hace imposible que entren legalmente a Ecuador. La falta de perspectivas empieza a enturbiar el ánimo de los migrantes; aunque Colombia sigue recibiéndolos, ellos no se sienten bienvenidos por los colombianos.
“Muchos nos tratan como basura”, lamenta el abogado Álvaro Terán, que hoy vende arepas y café en el centro de Ipiales. Hablar sobre la vida que llevaba en su país lo pone al borde del llanto: “Lo teníamos todo: una casa en la playa, carros nuevos, hasta un bote para salir a pescar”, cuenta. De eso no queda nada. También su hermano, otrora militar, le dio la espalda a Venezuela y se fue con sus maletas a Brasil hace unos años.
“Desde entonces, el Gobierno de Nicolás Maduro nos ha hecho la vida un infierno”, maldice Terán, quien se asentó en Ipiales junto a su esposa y una de sus dos hijas; la otra sigue en Venezuela, donde acaba de traer un niño al mundo. “Así sea la última cosa que hago en esta vida, dentro de un mes viajo a Venezuela para conocer a mi nieto”. Aun para quienes no eran servidores públicos, cada retorno a Venezuela está rodeado de riesgos.
Ofelia Harms Arruti desde Ipiales, Colombia (ERC)
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