De visita en el frente ucraniano
6 de marzo de 2015En el andén en Dnjepropetrowsk, el subteniente Igor y su camarada Artem esperan pacientemente la llegada del fotoperiodista. Sus uniformes son de segunda mano, del Ejército británico y alemán. Poco después, nos subimos a un automóvil modelo Passat, de mediados de la década de los 90. “Apenas ayer nos dieron este coche”, dice Igor. “Es un regalo de Holanda. Sin embargo, no nos quieren enviar armas”.
Igor y Artem pertenecen a la unidad de avituallamiento del Ejército ucraniano. En su Passat transportan comida y vendajes. Cada día viajan al frente. En el camino se encuentran a refugiados sin techo y soldados exhaustos. Ambos grupos dependen completamente de su ayuda, que en su mayoría proviene de donaciones privadas.
Camino al frente, el árido paisaje se vuelve cada vez más árido. La tierra está agrietada por los impactos de los proyectiles de artillería y los tanques han dejado sus huellas en el lodo. Las trincheras y los búnker le dan un aire desolador al paisaje, que me recuerda a la Primera Guerra Mundial.
Los francotiradores de las unidades prorrusas esparcen permanentemente miedo. Los dos oficiales señalan los techos de las fábricas y las torres de las iglesias, y me advierten: “Si te decimos que corras rápido, entonces muévete. No queremos que nos maten por culpa de un fotógrafo”. No obstante, no es fácil moverse rápido cuando uno lleva puesto un chaleco antibalas de 12 kilos, un casco y carga tres cámaras y una bolsa llena de objetivos.
Después de los combates de los últimos meses, solo quedan ruinas de la ciudad de Marinka. De cara al frágil alto al fuego reina una tensa calma. “No va a ser una pausa larga, por ello, nos tenemos que preparar para los próximos combates”, dicen dos soldados jóvenes mientras cargan cajas de municiones. Usan viejos uniformes polacos. A solo 400 metros de distancia se encuentran las posiciones de los separatistas.
Continuamos nuestro camino a lo largo del frente. Los soldados se alegran cuando ven llegar el Passat, porque saben que Igor y Artem les traen comida y ropa interior larga. Asimismo, los periódicos son muy codiciados, porque con ellos se puede matar el tiempo, mientras dura el alto al fuego.
Ya desde hace más de tres meses los hombres de la sexta compañía viven en las trincheras de la estación nueve. “Storm”, como se hace llamar el comandante, dice que el pasado viernes, 13 de febrero, fueron atacados la última vez con artillería. Detrás de los costales de arena, los soldados leen los periódicos recién llegados y desayunan tocino donado y mermelada casera. Hace frío. El Ejército se ha atrincherado en una región que se ha vuelto inhabitable.
Más tarde, mientras bebemos café en un búnker frío con paredes de metal, algunos soldados nos muestran en sus celulares imágenes de camaradas caídos. Otros hablan por teléfono con sus familias. Lo bueno de la guerra civil es que uno les puede desear buenas noches a sus hijos sin tener que pagar una llamada de larga distancia. Los soldados en el búnker parecen casi empleados de una oficina, que están haciendo horas extra y, entre tanto, se reportan en casa. Es un mundo surreal.