Todos estábamos en vilo. El pasado sábado, 24 de junio, las miradas se mantuvieron dirigidas hacia Rusia, atentas a la rebelión que llevó al grupo Wagner a las cercanías de Moscú y que mostró las fisuras del poder en el Kremlin. Todos los periódicos del mundo, los servicios de inteligencia y buena parte de las personas que habitamos este planeta estuvimos horas tratando de descifrar qué pasaría. Pero fueron los Gobiernos y las cancillerías los que vivieron la prueba más dura. En América Latina la jornada sirvió también para definir posiciones.
Uno de los primeros en mostrar su solidaridad con Vladímir Putin de este lado del mundo fue el gobernante venezolano, Nicolás Maduro. No solo repudió la ofensiva de los mercenarios liderados por Yevgueni Prigozhin, fue más allá y envío "un abrazo solidario" al antiguo agente de la KGB. Una actitud similar tomó el autócrata nicaragüense Daniel Ortega, quien añadió que dentro de su régimen estarán "siempre pendientes" de los sucesos que ocurran en territorio ruso. La Habana, mientras tanto, guardaba silencio.
El mutismo duró largas horas, hasta cerca de las nueve de la noche en Cuba, cuando ya la columna de blindados de Wagner se había dado la vuelta y Alexander Lukashenko se jactaba de haber logrado un acuerdo para la retirada de Prigozhin y sus tropas. Solo entonces, el gobernante Miguel Díaz-Canel se atrevió a publicar un mensaje en su cuenta de Twitter en el que se alineaba con Putin y condenaba la rebelión. El diario Granma, órgano oficial del Partido Comunista, ni siquiera había publicado -para ese entonces- la noticia de la revuelta.
Los fantasmas de 1991
¿Por qué tanto retraso de Díaz-Canel en posicionarse y mostrar el respaldo a Putin? Quizás estaban calculando que si el líder del Kremlin caía, les venía bien no haber roto lanzas contra sus posibles sucesores. Ante la profunda crisis que azota la isla, el régimen cubano analizaba con cautela si era mejor no arremeter contra Prigozhin no fuera a ser que terminara convirtiéndose en su próximo aliado en Moscú. Precipitarse en condenar a los wagneritas podía complicar una alianza futura con ellos.
El día pasó. La mayoría de los gobiernos del mundo mantuvieron la distancia, aclararon que el conflicto era un asunto interno de Rusia y trataron de poner a salvo a sus nacionales en el país euroasiático. Las cancillerías latinoamericanas también se tomaron el tema con precaución y en la mayoría de las declaraciones públicas de los funcionarios oficiales se subrayó la condena a la invasión a Ucrania. La línea que divide a los ejecutivos elegidos en la región y a las dictaduras se hizo más evidente. La crisis rusa sirvió para establecer un claro "cordón sanitario" entre los camaradas de Putin y los modelos democráticos del continente.
También sirvió para que el régimen cubano reviviera los fantasmas de 1991 cuando su principal soporte y aliado, la Unión Soviética, implosionó. Durante las horas en que los rebeldes de Wagner avanzaban hacia Moscú, los recuerdos de la caída de aquel gigante comunista debieron atormentar a más de uno en la Plaza de la Revolución de La Habana. Luego, cuando entendieron que su peor pronóstico no se había materializado, corrieron a palmear la espalda de Putin. Pero la zozobra de volver a perder a su aliado no se les ha quitado desde entonces. Le han visto las grietas al Kremlin y se ven profundas.